Es cierto que el Nuevo Testamento nos enseña acerca de la ley del amor. El amor es el cumplimiento de la ley (Ro 13:10). En efecto, “toda la ley se resume en un solo mandamiento: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’” (Gá 5:14). Pero la Escritura nunca dice que el amor sea un reemplazo de la ley, por varios motivos importantes.
El primero es que el amor es lo que manda la ley, y la ley es el cumplimiento del amor. La ley del amor no es una idea recién acuñada del nuevo pacto; está plasmado en la esencia de la fe y la vida del antiguo pacto. Debía ser la confesión continua de Israel: el Señor uno es, y Él debe ser amado con toda el alma (Dt 6:5-6).
El segundo es el principio que se suele pasar por alto: el amor requiere dirección y normas para operar. El amor debe ser encaminado, pero su dirección no debe ser interpretada de manera subjetiva.
“El amor requiere dirección y normas para operar.”
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La exposición de Pablo de la vida cristiana en Romanos 13:8-10 incluye el importante principio de que el amor es el cumplimiento de la ley. Pero él nos explica que la “ley” de la que habla en este contexto son “los mandamientos”, es decir, los Diez Mandamientos. Él cita cuatro de los mandamientos del “amor al prójimo” (en el orden en que aparecían en su Antiguo Testamento griego en Deuteronomio 5:17-21). Pero él no aísla estos mandamientos específicos (adulterio, homicidio, robo, codicia); más bien prosigue e incluye “todos los demás mandamientos” (Ro 13:10).
Los mandamientos son los rieles sobre los cuales marcha la vida potenciada por el amor de Dios derramado en el corazón por el Espíritu Santo. El amor impulsa el motor; la ley provee la dirección. Son mutuamente dependientes. La idea de que el amor puede operar sin la ley es producto de la imaginación. No solo es mala teología, sino que es una psicología deficiente. Tiene que tomar prestado de la ley para darle ojos al amor.
Dios dio la ley para gobernar la relación de Su pueblo con Él (ley “religiosa” o “ceremonial”) y también la relación entre ellos en la sociedad (ley “civil”). Esta última estaba destinada a ellos 1) como un pueblo redimido de Egipto, 2) mientras vivían en la tierra, 3) con miras a la llegada del Mesías.
Pero hay un gran panorama en la Biblia, el cual se extiende desde el Sinaí tanto al pasado como al futuro.
El éxodo fue en sí mismo una restauración que pretendía ser vista como una especie de re-Creación. El pueblo fue puesto en una especie de Edén —una tierra donde “abundan la leche y la miel”. Allí, al igual que en el Edén, se les dieron mandamientos con el fin de regular sus vidas para la gloria de Dios. Gracia y deber, privilegio y responsabilidad, indicativo e imperativo, eran la orden del día mientras vivían ante Dios y el uno con el otro.
Además de estas aplicaciones, o más precisamente, como fundamento de ellas, Dios les dio el decálogo. Era simplemente una transcripción en forma mayormente negativa, situada en un nuevo contexto en la tierra, de los principios de vida que habían constituido la existencia original de Adán.
Adelantemonos hasta el Calvario y la venida del Espíritu. Así como Moisés ascendió al Monte Sinaí y trajo la ley en tablas de piedra, ahora Cristo ha ascendido al Monte celestial, pero a diferencia de Moisés, Él ha enviado al Espíritu que reescribe la ley no meramente en tablas de piedra sino en nuestros corazones. Ahora el poder está en el interior, mediante la habitación de Cristo el obediente, el observante de la ley, por el Espíritu. Esto es lo que ahora le da tanto la motivación como el poder al cristiano. Y esta potenciación reduplica en nosotros lo que era cierto para el Señor Jesús —la capacidad de decir: “¡Cuánto amo Tu ley!”. La gracia y la ley están perfectamente correlacionadas.
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Este artículo fue adaptado de una porción del libro El Cristo completo, publicado por Poiema Publicaciones. Puedes descargar una muestra gratuita visitando este enlace.
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